Íncubo (Parte I)

03 marzo 2011 Etiquetas:
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Por:  María


Isabel caminaba bajo el caluroso sol de verano con paso rápido y decidido. Era una mujer joven, no del todo atractiva pero con una larga melena castaña que era la envidia de la mayoría de mujeres del pueblo.

«Cuando llegue a casa, mi padre me matará», pensó mientras aceleraba el paso. Había ido a comprar un poco de carne, pero se había entretenido hablando con unas amigas y se le había hecho tarde. Ahora caminaba por el solitario camino de vuelta a casa, con el cantar de las cigarras y los pájaros del bosque adyacente como única compañía. Le dolían los brazos de transportar tanto peso, así que decidió dejar los envoltorios un segundo en el suelo para descansar. Mientras se agachaba a dejarlos, notó unos toquecitos en el hombro.




- ¿Necesitas ayuda?

Isabel se incorporó asustada, no había oído llegar a nadie. Cuando se volvió a ver quién le hablaba descubrió a un conocido artesano del pueblo, que le brindaba una amistosa sonrisa. Iba vestido con la sencilla ropa de la gente sin mucho dinero, pero bien limpia y remendada, se notaba que era un hombre cuidadoso de su aspecto. Isabel casi sin querer paseó sus ojos por el bien formado cuerpo del hombre, y la sangre se agolpó en sus mejillas cuando vio que él se había dado cuenta.


- Muchas gracias, señor... – Isabel no recordaba su nombre, aunque lo había observado de lejos una infinidad de veces. No podía creer que el objeto de sus fantasías estuviese tan cerca de ella.


- Puedes llamarme Deimos – contestó él, ampliando aún más su sonrisa al descubrir la turbación de la muchacha.


Recogió los bultos del suelo y ambos comenzaron a andar en paralelo. Isabel caminaba a pasos cortos, con la mirada puesta en el suelo. No sabía muy bien de qué hablarle a ese hombre, así que permaneció en silencio mientras ambos avanzaban, cosa que a él no pareció importarle.

Quizá fuese por que Isabel estaba tan llena de vergüenza que no se fijaba ni por dónde andaba, quizá fuese porque Deimos andaba a un paso muy rápido y a ella le costaba un poco seguirle, o quizá fuese por pura torpeza; fuese por lo que fuese, Isabel tropezó con un guijarro del suelo y cayó de bruces, de una manera bastante ridícula, según pensó ella. Deimos, preocupado y a la vez un poco divertido, soltó los bultos como pudo y se agachó, pasando un brazo bajo los hombros de ella para ayudar a levantarla.


Para Isabel, el contacto fue como una sacudida, y su respiración se aceleró. La atracción que Isabel sentía inicialmente hacia Deimos se convirtió en una desesperada necesidad. Abrazó a Deimos y le besó apasionadamente. Deimos, que no parecía nada sorprendido, la cogió en brazos sin esfuerzo aparente y la alejó del camino, internándola en el bosque. La depositó sobre y suelo y ella no perdió un segundo en agarrarle y arrastrarle también al suelo. No se reconocía a sí misma, su mente estaba totalmente en blanco. Ni siquiera notó que tenía la camisa rasgada, ni el extraño e intenso calor que emanaba la piel de Deimos, ni su mirada triunfal.



En el camino, un gato blanco y negro se estaba dando un festín con la carne, ya olvidada.

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